Todavía está fresco en mi memoria el recuerdo del espectáculo de la contrarreloj nocturna por equipos por las calles de Sevilla con la que se inició la Vuelta a España 2010. Mucho ambiente, que es un elemento fundamental en este deporte, y bastante interés a pesar del dominio del HTC-Columbia que llevó a Mark Cavendish no sólo a ser el primer líder, sino a entrar en la historia como primer ciclista en investirse con ‘La Roja’. Dos importantes hitos que avalan esa filosofía de cambio en la ronda española, si realmente se quiere encontrar una identidad propia al margen del Tour de Francia, con la que lógicamente está y estará cada vez más vinculada.
Lo único que me molestó de aquella noche fue ver a ‘Cav’ con el maillot blanco de líder de la combinada, una clasificación que no tiene ningún sentido ni ningún interés al ser simplemente un añadido de los puestos que ocupa un corredor en las otras clasificaciones (general, montaña, regularidad). Una clasificación que no se disputa y que llega por añadidura, por el simple comportamiento del corredor en determinados momentos de la carrera. Por ello sus propietarios son muy distintos: de aventureros y tragamillas en las primeras etapas, a los ‘capos’ de la carrera cuando se clarifica la general tras alguna llegada en alto. ¿Suficiente? Para mí no.
Esta clasificación ha tenido presencia en tres fases distintas en la historia de la Vuelta: la primera, entre 1970 y 1974, tuvo entre otros ganadores a José Manuel Fuente y Eddy Merckx, los años de sus respectivos triunfos; la segunda, desde 1986 hasta 1993, con Sean Kelly, por partida doble, Laurent Fignon, Fede Echave –también dos veces- o Toni Rominger. En 2002 se instauró de forma ininterrumpida hasta nuestros días, con dos triunfos iniciales de Roberto Heras y Alejandro Valverde, aunque en los años siguientes el ganador de la general final ha sido el mismo que el de la combinada: Roberto Heras (2004), Dennis Menchov (2005 y 2007), Alexander Vinokurov (2006), Alberto Contador (2008) y Alejandro Valverde (2009). ¿Casualidad?
Y es que esa es la gran ventaja de esta clasificación: el líder es un corredor de los que están “en la pomada”, lo que garantiza su presencia en la ceremonia protocolaria que debe realizarse inmediatamente después de terminada la etapa, a diferencia del ganador de las metas volantes, por ejemplo, que normalmente es un velocista que en una etapa de montaña puede llegar en el ‘autobús’, muchos minutos después, arruinando la entrega de premios. Además, es un corredor de renombre, lo que siempre es interesante para el patrocinador, aunque el hecho de que coincida en los últimos con el ganador final debe dar que pensar, ya que el maillot lo llevará otro. Hay que recordar que en las grandes vueltas por etapas se autorizan solamente cuatro maillots de líder y siempre deben ser adjudicados por méritos deportivos: no valen las votaciones, por ejemplo, para determinar la combatividad.
Por todo ello, pienso que, en este caso, la Vuelta debe seguir al Tour e instaurar una clasificación al mejor joven, con el límite de edad que se considere oportuno –entre 24 y 26- para que puedan ser bastantes los aspirantes, que aparte de luchar por la general, lo harán por la promoción de destacarse entre las promesas de la carrera. ¿O no nos llamó más la atención que fuese Schleck el blanco en el Tour?